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Domingo.

No hay forma de que las cosas terminen bien, si consideras que para sacarlo de mi vida tendría que tomar un poco de mi memoria y de lo que soy ahora y tirarlo al basurero, con el riesgo de quedar como queso mordido o como yenga endeble. No hay caso, porque va más allá de poder olvidar o superar cosas, nunca se olvida y la superación es algo que depende del estado de ánimo diario. Creo que ya es algo casi fisiológico, algo que va más allá del corazón, la cabeza o las piernas tiritando, sino todo junto y algo más. Creo que tendría que sacarme el estómago y tirarle todas las miles de mariposas de papel de volantín que tengo dentro en la cara, sacarme un poco los ojos y por sobre todo sacarme la piel, devolverle tantas cosas que nos dijimos sin palabras y que se quedan tatuadas con tinta invisible entre los huesos y la ropa. Tendría que tirarle en la cara todo mi aliento para explicarle que muchos de mis suspiros fueron por él, sacarme los oídos para devolverle sus palabras entrecortadas o los gritos por teléfono. Son cerros de papeles, entre los míos, suyos y nuestros: cuadernos, cartas, fotos, rosas secas, regalos, peluches, helados, caminatas de la mano, pasajes en metro, locuras de noche, escapadas sin permiso, mentiras no piadosas… ¿Cómo devolverme yo? ¿Cómo devolverle mi cama de noche, mi teléfono ahogado, mi ropa mojada, mis ojos llorones, mi pelo perdido, las millones de canciones, un par de sueños quebrados y una niña de sueños?...

Empecemos por devolverte una frase: “no te enamores de mi, cariño”.

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